Aún lo recuerdo. Me encontraba sentado en el viejo sillón de cuero que tanto me había resistido a tirar desde hace años.
Mis manos temblaban levemente, el frío de la habitación era petrificante. Sólo esperaba que el Dr. D. prendiera la calefacción.
Estaba absorto en mis pensamientos, con una pizarra al frente; las ecuaciones sin solución daban vueltas a mi cabeza, llevándome a diferentes callejones sin salida, cada vez más lejos los unos de los otros.
No podía concebir la idea de tener un sólo error de cálculos. No existía margen de error.
De modo que continué analizando la pizarra, mientras los callejones sin salida parecían aumentar, simplemente cada salida parecía sólo el principio de otro muro, de otra imposibilidad teórica.
El Dr. E. seguía de pie frente a la ventana, intentando encontrar algo en la fría superficie de la pizarra que nos indicase que estuviéramos cerca de la respuesta.
Las luces comenzaron a fallar de la nada. La energía se iba y regresaba, como si hubiera decidido balancearse en un columpio y darnos luz sólo al estar al frente.
No había razón, no. No había razón para perder la razón.
El Dr. E. seguía parado, frente a la ventana, parado.
Tenía entre las manos la respuesta, la respuesta que resbalaba, que se negaba a ser la respuesta.
Y yo, yo tenía un bloque en las manos, un bloque, de mis manos caía.
Tenía, el bloque, el suelo.
Y el suelo lo deshacía, que se rompiera, decidía.
El Dr., D., volvía. La calefacción venía.
No había, de cualquier modo, algo de frío ya en el cuarto, de modo, que el cuarto sólo estaba a un cuarto, de la caldera estaba el cuarto.
De aquellos días, el frío no tenía. Sólo recuerdos, del día quedaban.
La respuesta. La respuesta había llegado. Por la puerta había entrado, saludo cordial concedido por tan extraño visitante, de una respuesta, cual número, cual ecuación se decía.
Era el número, la ecuación o la constante, la buscada quién encontraba, a tres personas, de ciencia, de personas de ciencia hablaba.
En horror, la respuesta en la pizarra se convertía.
De la pizarra, el número escapaba.
El número, de nuestras mentes salía.
Ya fuera número, ya fuera constante; no estaba.
El fuego cercano, de tal sorpresa se extinguía.
En hielo, la pizarra se volvía.
Y del hielo, el bloque de colores surgía.
De los colores surgía la respuesta.
La respuesta a la que eramos ciegos.
En vidrio se tornaba la carne, en hielo se tornaba el vidrio.
En los huesos se clavaba el frío, dejando astillas de la carne.
De numerosos horrores jamás vistos y por ver, este era el peor.
En la caldera, Dr. E. buscaba, de carbón el sustituto.
De carbón la madera, un abrigo o un reporte han de servir.
De abrigo el calor ha de servir.
Y entre los lamentos, caía a pedazos D.
Los pedazos de D, en bloque se convertían.
En un bloque rojo, rojo de hielo se volvían.
Entre los bloques, el hielo se convertía en lamentos.
Dr. E. de la muerte conocía, al menos cien caras
Dr. D. de la muerte conocía, al menos mil caras.
Y yo, de la muerte conocía, al menos una.
Cara que a mi iris entraba, se plantaba en el reflejo
del reflejo, del reflejo del hielo colgando de mí.
El hielo colgaba ya, de todos salvo de E. Y E. no podía
no podía, de su abrigo salir.
En mis venas, al fin, el hielo entraba.
Se convertía en sangre y la sangre en él.
Tenía un sabor amargo en mis venas.
Y en mi corazón, el frío no entraba.
de mi corazón, el hielo huía.
De mis ojos, la luz huía.
Y de mi mente, la respuesta era prisionera.
Con mi hielo, en el piso escribía
aquello que fuera número, fuera constante o fuera ecuación;
fuera mi misma vida en morse.
Y el latir de mi corazón se pausaba, con trozos, del hielo que era mi sangre.
De mi sangre el hielo ya no estaba hecho.
Ahora mi sangre era el hielo y el hielo era todo a nuestro alrededor.
Y a lo lejos veía a Dr. E. con hielo entre sus manos
mientras la luz de mí y el fuego del caldero, huían.